sábado, 4 de junio de 2016

Cosas del "destino"

Comencemos por el día en el que nuestros caminos se cruzaron.
Llovía. Y yo ya no creía en los golpes de suerte, ni en la gente sin intereses, ni en mí misma.
Tú ardías pero no estabas dispuesto a que yo me diera cuenta de que en tu corazón surgían chispas por mi culpa. Nunca fue mi intención haberte llamado la atención.
Mis ojos también llovían, derrotados, sin ilusiones, sin metas, y sin esa fe de la que tanto se habla en las películas con final feliz. ¿Hasta cuándo seguirían sangrando las heridas?
Tú no lo entendías. También tenías miedo. Miedo a que yo me perdiera más y tú no te atrevieras a hacer algo para salvarme.
Pero al final mi insistencia te hizo estallar. Un sentimiento nunca ha sido algo fácil de ocultar.
Y cómo iba a resistirme yo a un beso que quería algo más que mi piel, a pesar del diluvio que había dentro de ella y ya ni me permitía seguir a flote.
Convertiste un día gris en un presente que nunca había creído poder experimentar.
Ahí empecé a creer más en la vida, en la ilusión, en el sol después de la tormenta, en la existencia irrefutable de la felicidad.
No fue una felicidad inmediata porque siempre he sido de esas que se lo cuestionan todo, cómo me iba a creer que alguien me quería y por eso había estado ahí, que alguien quería conmigo algo más de un rato.
Llovía, pero llenaste de sol mi vida.
Y te lo agradezco, pues sin un sendero por el que anduvimos y me diste la mano quizás me hubiese arrastrado la corriente.
Desde esa tarde lluviosa ha llovido mucho ya.
Pero ni esas gotas de lluvia ni la mayor tormenta de nuestro verano ha podido calarme tanto la ropa como nuestros besos lo hacen en mi interior.

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