lunes, 12 de septiembre de 2016

Desastres.

Dicen que todo suicida está enamorado de un puente.
También están esos o esas que se enamoran de desastres.
Desastres a los que les gusta complicarse,
romperse la cabeza pensando en el pasado,
tocarse las heridas que aún no han cicatrizado,  
  o levantar muros contra ellos mismos.
También los desastres pueden ser bonitos.
De un mal invierno siempre nacen llamativas flores.
Hay algo de belleza en el caos.
 Hay admiración en quien se complica la vida y aun así la sigue viviendo día a día.

Qué bonito que alguien se enamore  de tu cabeza, con sus cosas buenas y malas;
qué bonito que alguien te bese las cicatrices y te impida hurgar en las heridas;
qué bonito que alguien luche contigo por derribar los muros que has creado y son tan abstractos como inquebrantables.
Eso no tiene por qué hacerlo un suicida, simplemente alguien que supo ver más allá de la maraña de sentimientos esparcidos en tus suspiros que no tenían rumbo fijo.
Y se quedó.
No porque tuviese predilección por el caos.
Sino porque los desastres esconden tesoros,
y sobre todo,
porque los desastres también merecemos ser felices.

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